Llevaba un año estudiando en la universidad, con la
costumbre de revisar tres veces por semana mi correo electrónico para ver si es
que Marcelo me había escrito.
El estaba en el Sur estudiando, me contaba sobre lo mal que
le iba siempre en sus estudios y las ganas que tenía de verme siempre. Yo lo
extrañaba mucho, sin embargo, a diferencia de él, yo solía refugiarme en mis estudios
de la Universidad para apalear un poco la nostalgia de no estar con él.
Fines de semana largos solía ir a verlo, yo viajaba a su
ciudad y pagaba una habitación de hostal barata, principalmente porque no me
gustaba su familia, y, por lo tanto, no tenía ganas de compartir con ellos (era
mutuo, yo tampoco le agradaba ni a su madre ni a su hermana, por tal motivo no quería que se supiera que nuestra relación
seguía en pie).
Nos reuníamos en una hermosa plaza con mucha vegetación, el aire
limpio, me aclaraba las ideas sobre futuro, con él todo estaba trazado: terminaríamos
nuestra universidad, arrendaríamos una hermosa casa en Concepción y allí terminaríamos
nuestros días, el sería un connotado artista y yo una Bibliotecaria que
seguramente se dedicaría a atender en una biblioteca Pública, y solo tendríamos un
hijo con el que disfrutaríamos de paseos interminables por lagos, bosques y
mares. Y si el destino llevaba a ser más generoso con nosotros, terminaríamos
becados con alguna clase de post-título en alguna Universidad de Europa,
siempre soñábamos con París.
Todo estaba planeado,
la verdad no me importaba se una esposa joven, porque ya tenía absolutamente claro
que después de Marcelo no volvería a haber un amor tan intenso y tan sincero,
con él se cerraba mi búsqueda (que por lo cierto en esa época había sido muy corta
y simple) Yo sabía que no volverían a haber hombres más importantes que él en
mi vida, por eso ya estaba todo planeado y decidido.
Una Semana Santa quedamos
en juntarnos en Valdivia, disfrutamos juntos del Lago y su parque universitario
gigante, pedimos un deseo en el lago
lanzando una moneda y nos prometimos que de la universidad no pasaríamos para
decidirnos a estar juntos de una buena vez por todas.
Marcelo era un hombre de pelo negro azulado, y unos ojos
negros muy profundos, una tez blanca maravillosa que muchas veces en invierno
simulaba ser de porcelana. Un perfil de
nariz respingada y mentón redondo. Era un hombre oscuro y hermoso, la extraña
combinación anacrónica de su piel blanca con sus ojos profundamente negros causaba
en mí un amor intenso que bordeaba el miedo. El miedo que uno a veces
manifiesta a lo siniestro, a aquellas cosas que uno no conoce, pero que de cierta forma te atraen
porque te excitan mucho.
Esa tarde en ese lago Marcelo me hablo de su plan para
encontrarnos en los años de Universidad que nos quedaban, en su plan de escape.
Me pregunto si me gustaba la casa que había arrendado para que estuviésemos juntos
–yo le dije que sí – y se quedo tranquilo, comentando que esa era su intensión.
Tener una casa grande para vivir juntos. De pronto se quedo un momento en silencio,
titubeaba un poco, porque seguramente buscaba la forma de preguntármelo: “Catalina,
¿tu quieres casarte conmigo?, no tengo un anillo ahora porque no tengo la plata
para comprarlo, ahora solo quiero que sepas que quiero casarme contigo, ¿tu
quieres casarte conmigo?
Yo lo abracé, y le dije que si.
Ese fue el día más feliz de mi vida, creo que llovió, pero
el agua no me mojó como todo el mundo se suele mojar. Caminando de vuelta a la casa arrendada reímos mucho y
jugamos. Al llegar a la tarde jugamos a
secarnos e hicimos el amor...
Y ese fue el día más feliz de mi vida.
Puedo dar fe de que la vida ha sido bella para mí, cuando
recuerdo puedo asegurar que conozco la felicidad, y estoy inmensamente
agradecida con él por eso.
Aún cuando recuerdo todo lo que viví con él me pregunto si en algún momento de mi vida volveré a vivir algo similar, si en algún momento de mi vida volveré a sentir por parte de un hombre tanto amor...
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